Otra recomendación del librero del pueblo de mi madre (la anterior fue El hombre que inventó Madrid) y otro acierto, como era de esperar. En este caso no se trata de una novela, se trata de transcripciones de una serie de entrevistas que los autores le hicieron a Pepín Bello (Huesca, 13 de mayo de 1904 – Madrid, 11 de enero de 2008) siendo ya centenario. Como deja patente este libro, con 102 años conservaba una memoria PRODIGIOSA.
Desconocía completamente la existencia de Pepín, pero desconocido no es (le concedieron la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes en 2004). Aquellos que se encuentren en la misma tesitura que yo, la única pista que tienen hasta ahora es la portada: Lorca, Dalí y OTRO. Parece que se conocían. Estáis en lo cierto.
Voy a citar un fragmento de las conversaciones en cuya pregunta está la definición sencilla que os haría mi menda -una vez leído el libro- sobre Pepín :
Se ha dicho sobre la amistad de muchos de los miembros de la Generación del 27 que el aglutinante era usted.
Sí, bueno. Yo los quería a todos y todos me querían a mí. Yo no era especialista en nada, como Juanito Vicens. Yo estudiaba Medicina y me acerqué a ellos por el arte. Reconozco que, con buenos oficios, en algunos momentos pude limar asperezas. Por ejemplo, después de la guerra, Luis me envió una carta desde Norteamérica refiriéndose a Dalí: «Llama a ese cochino pintor catalán.» Cuando vino Buñuel por aquí, para el rodaje deViridiana, le pasé la mano por la cabeza y le dije que Dalí no era un cochino y que era un pintor de fuste, no lo trates a la ligera porque ya verás lo que llegará a hacer Dali». Al final volvieron a ser amigos. La lástima fue Federico, que tan joven se lo cepillaron.
Es el pegamento que unía a la pandilla: Salvador Dalí – Federico García Lorca – Luis Buñuel. Una pandilla que se formó en la residencia de estudiantes, donde a los tres los unió el destino. Poneos en su caso. Tres chavales de provincia (o pueblo) se van a una resi a Madrid para estudiar en la uni (o similar), y ahí se conocen. Y comparten habita, claro. Se crea un vínculo, empiezan a inventar su propio lenguaje, sus propias definiciones y, como jóvenes inquietos que son, afianzan su rechazo a los convencionalismos:
Háblenos un poco de los famosos «putrefactos». De esos dibujos que le enviaba Dalí con la intención de publicar un libro sobre los putrefactos con un prólogo de Federico.
Miren, la putrefacción es una cosa un poco complicada de explicar. El libro nunca llegó a publicarse, porque Federico nunca compuso el prólogo que tanto le solicitaba Dalí. Un «putrefacto» era para nosotros un individuo o cosa que reunía una serie de cualidades decadentes.
¿Cuáles eran esas cualidades?
Lo que rayaba en lo cursi, lo anacrónico, lo provinciano, lo engolado. Para nosotros un putrefacto era una persona muy convencional, muy antigua, católica, con cuello alto, duro y corbata.
Seguro que a más de uno le recuerda a su propia historia.
Bueno, pues que sepáis que por aquella no bebían. Que por aquella, después de las clases, estos, en vez de hicharse a fumar porros, beber cerveza y hacer trap, se juntaban en plan tertulia con sus cafés o tés a darle a las artes (así, en general y sin figurar). A la poesía, al teatro, a la pintura, a lo que cayera. Y esos recuerdos, son los que se plasman en este libro.
Incluye siete páginas de índice onomástico, para que os hagáis a la idea del número de menciones a nombre ilustres que incluye. La cantidad de personajes que conoció Pepín, de forma más o menos cercana, es acojonante. Además de los tres ya mencionados, os listo unos pocos: Alberti, Dámaso Alonso, Azaña, Azorín, Belmonte (torero), Jacinto Benavente, Cernuda, Gómez de la Serna, Hemingway, Juan Ramón Jiménez, los Machado, Ortega y Gasset, Baroja, Unamuno, Picasso, Sánchez Mejías…
«una aventura cultural que une las generaciones del 98, del 14 y del 27 hasta la ruptura de la guerra, el hambre, el asesinato, los bombardeos y la represión posterior. Sin duda hay un antes y un después de 1936. Y aquí se nota especialmente. Después de la guerra muchos han muerto y la mayoría se han ido. Bello intentará subsistir con diferentes negocios de escaso éxito hasta su jubilación. Luces y sombras, pero grandes luces y grandes sombras. Lorca, Valle, Alberti, Dalí, Baroja y Buñuel de un lado; la miseria, la muerte, el horror y los años perdidos en el otro.»
A lo largo del libro se habla, como es lógico, muchísimo de literatura y de otras artes. No tanto del cine, que consideran un arte menor (cuántos se ofenderían leyendo eso) comparado con la poesía o con la pintura. Se habla sobre otros autores («pues este era un rancio», «pues este era tó majo», «pues este otro montaba obras de teatro en su casa», etc.) y sobre elementos que ahora podrían entrar en un examen de literatura de bachillerato.
¿Ustedes también jugaban a hacer greguerías?
Eso entre nosotros no tuvo mucho éxito. No, no. Nosotros sobre todo jugábamos a algo que inventamos y que llamamos anaglifos.
¿En qué consistian los anaglifos?
Es algo muy complicado de explicar. El nombre venía de unas gafas de los años veinte, con un cristal verde y otro rojo, que se utilizaban para ver ciertas pelí-culas con relieve. Yo fui el primero en oír hablar de ellas, a través de una revista inglesa que llegaba cada mes a la Residencia. Eran como estas gafas que hay hoy día para ver en tres dimensiones. Pues bien, en esa revista salía una foto del fondo del mar, era una imagen muy nebulosa, con colores superpuestos. Cuando me puse las gafas casi pegué un grito porque aquello se puso en relieve. Luego, cuando esa ilusión óptica se llevó al cine, la gente daba muchos gritos porque, porejemplo si salía una araña, les parecía que se les venía encima.
Eso que dice de que «el cine es un arte menor» a Luis le sentaría muy mal, que se joda. Me ha caído fatal.
¿Veis? el problema de estos libros es que, basándonos en la opinión-memorias de una persona (el entrevistado) no nos podemos, o más bien debemos, hacer una imagen completa de alguien. Ni para bien ni para mal, aunque cueste.
Con Buñuel me ha creado un gran problema, literalmente le llama «troglodita» y, por las cosas que cuenta, de forma merecida. Un machista de cojones (sus amigos no conocieron a sus mujeres porque estas comían y cenaban en la coci,a por ejemplo). Además le acusa de utilizar invenciones de sus amigos en sus obras y luego ni mencionarlos en los créditos. Pero igual que le llama troglodita por un lado, o se queja de que no le mencionase, o le tacha de envidioso, por otro lado habla de él con admiración, aprecio y respeto. Es raro visto desde fuera. Pero bueno, este señor sabrá. Desde luego leyendo estas conversaciones, me ha quedado una imagen no muy grata de éste.
un machismo vergonzoso. Luis le trae los embutidos, don Leonardo se corta para él y tres raciones más pequeñas para sus tres hijos. La niña aquella, la sobrina le dice: «Ay, tío, yo tambien quiero de eso.» Y se que daron todos expectantes, pensando a ver qué es lo que iba a pasar. Todos silenciosos mirando al plato esperando la reacción del padre, que ni corto ni perezoso le contestó: «Esto no es para las niñas.» Y le ordenó a Luis que los volviese a guardar en la caja. Ese machismo de esta anécdota, con la cual él se regocijaba, lo conservó Luis toda su vida. Sólo hace falta recordar que su mujer pensó titular su libro de memorias Memorias de su cocinera. Luis no consultó a su mujer nada, jamás. Era de un machismo ultra. Y un celoso. Llegó a vender el piano de su mujer. Era excesivo.
¿No se lo jugó por dos botellas de champagne?
No, no, en absoluto. Luis consideraba que un piano para Juanita era demasiado, que tocase el piano y que se divirtiera sin él era algo que no podía contemplarse de ninguna de las maneras. Juanita no comía en la mesa, comía en la cocina.
Por otro lado: Dalí. Sobre éste, sin mucha novedad al frente, un genio al que al final le sobrepasó el papel. Una persona que para la vida práctica era un inútil, pero en la pintura era milagroso. Debió ser genial pasar junto a él todo ese proceso desde que llega a Madrid hasta que se convierte en la figura que fue. En el libro se incluyen cartas que se enviaban entre ellos (casi todas incluyen dibujos) y no tienen desperdicio. Debía ser toda una experiencia:
Usted ha dicho muchas veces que Dalí era un ignorante…
El Dalí que yo conocí sí.
¿Nos puede dar algún ejemplo?
No sabía ni que cinco duros eran veinticinco pesetas. Tampoco sabía leer la hora del reloj.
¿No sabía leer la hora del reloj?
Mire, su padre le regaló un reloj de cuerda, que como él nunca le daba cuerda estaba siempre parado a las dos y cuarto de la tarde. Si alguien le preguntaba qué hora era, él, ni corto ni perezoso, le respondía que las dos y cuarto. (Risas.)
Y sobre Federico lo único que sale de boca de Pepín son flores, corazones o cualquier otra cosa que represente amor y admiración a partes iguales. Que era la ostia, agradable, cariñoso, educado, que a todo el mundo le caía bien y no tenía problemas con nadie. En más de una ocasión rememora sus paseos por el Prado con Federico y Dalí, como una experiencia irrepetible.
Aprendí mucho de pintura a través de Dalí. Ir al Museo del Prado con Dalí y Federico era una gozada. A veces no íbamos a clase y nos pasábamos toda la mañana en el Museo del Prado. Dalí sabía más de pintura, pero Federico tenía mucho más ingenio, cultura, imaginación y fantasía.
Como resumen diría que este libro es algo así como un libro de memorias de la literatura española y de otras artes, contado por medio de anécdotas -muchas de ellas curiosas- y muy ameno de leer. Costumbrismo de no-ficción.
Recomiendo ir leyendo con la wikipedia abierta por si derrapas en alguna curva, dada la inmensidad de menciones que incluye. Estas menciones, historias y recomendaciones de Pepín, te abren nuevos horizontes. En mi caso, he pensado que tengo que leer a Carlos Arniches (Madrileñismo extremo), pero a cada cuál que lea este libro no me cabe duda de que se le abrirán sus propios caminos.
Os dejo con dos fragmentos en los que se habla de Juan Ramón Jiménez (que no sale muy bien parado) y de Pío Baroja respectivamente (este último, en cambio, sí que sale bien parado):
Había que tener cuidado, con él podías meter sin querer la pata enseguida. Había reñido hacía tiempo con la Residencia de Estudiantes. También con muchos de los poetas. Estaba reñido con gente tan encantadora como Dámaso Alonso y Jorge Guillén. A pesar de eso, Juan Ramón estaba muy informado de lo que hacían las nuevas juventudes de artistas. Dalí y Buñuel le enviaron una carta muy hiriente atacando con fiereza el Platero y yo, diciéndole que era el burro menos burro que habían conocido y acusándolo, eso sí, de «putrefacto».
¿Como reaccionó Juan Ramón?
Juan Ramón se enfadó muchísimo. Y les contestó despachándose a su gusto llamándoles maricas. Juan Ramón pretendía vivir del aire. El dinero lo ganaba su esposa, Zenobia Camprubí, alquilando pisos. Ella, que era una mujer muy inteligente, descubrió, hace ya unos ochenta años, el negocio de los pisos. Los decoraba, los amueblaba y los alquilaba por temporadas de un año a diplomáticos y a científicos. Juan Ramón, gracias a ella, podía dedicarse completamente a escribir poesías.
A Pío Baroja lo traté muchísimo. En su casa estrenamos una pequeña pieza que se llamaba El pobre, que habíamos escrito Rafael Alberti y yo simultáneamente. Pío Baroja vivía en un chalet muy hermoso. En pla planta baja tenía un salón muy grande donde habían construido un escenario pequeñito, que bautizó como el Mirlo Blanco. Había unas cincuenta sillas para asistir a las representaciones. Don Pío había dispuesto que ese escenario sirviese para representar obras que hubieren sido concebidas exclusivamente para ser representadas en el teatro de su casa. Pasó que ese día yo me quedé sin silla y don Pío subió a buscarme una enorme y me la bajó. Era un hombre muy agradable, abierto y gentil. Desde el primer día me abrió las puertas de su casa y se podía conversar con él perfectamente. Miente que dice que era arisco y distante.
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