Los geniecillos dominicales / Julio Ramón Ribeyro

Llevo un mes de retraso con las reseñas. Lo cual no hace otra cosa que acumule y acumule libros pendientes de comentar. Y además, ahora no tengo acceso ni a la cámara ni al libro, así que la foto (de momento) es sacada de internet.

Vuelvo con Ribeyro, una vez más, y no defrauda. Es más, según lo terminé me pillé otro de él: La tentación del fracaso, que son diarios del susodicho. Está por Seix-Barral y pendiente de lectura.

Pero vamos con «Los geniecillos dominicales».
Hasta ahora no había leído ninguna historia novelada de Ribeyro, prácticamente ha sido todo textos autobiográficos, por lo que era previsible que estuviera plagado de reflexiones del autor. Esta novela tiene toda la pinta (o lo leí por ahí, no recuerdo) de ser también autobiográfica, utilizando como alter ego a Ludo. Y, para mi regocijo, también el personaje reflexiona como lo hace el autor, sobre cualquier situación u objeto cotidiano. Eso sí, es tan vividor como reflexivo. No como su hermano, que vive encerrado en su cuarto y en sí mismo.

«Pirulo se fue hacia el parque, mientras Ludo volvía a su casa para buscar su ropa de baño. Su hermano Armando dormía la siesta. Ludo lo observó un rato desde el dintel del dormitorio y se preguntó de dónde le vendría esa vocación por la vida horizontal. Tal vez su hermano era un sabio, un filósofo. Un libro inútil, una partida de ajedrez, un cine por las noches y luego la cama solitaria. Eso durante años. La calle, la universidad, eran incidentes, pequeñas vigilias en su largo sueño misterioso

Ludo quizás si que tenga esa parte reservada que es la que le otorga el don de la observación (igual que le ocurre a su hermano) pero prefiere vagabundear y ver cosas. Sólo eso. Ver cosas, hacer cosas, estar con gente. Estudiante de derecho, en el primer capítulo del libro, toma una decisión radical: dejar el curro en el que llevaba invertidos sus últimos años. Con corbata y eso. Así decide dar un cambio de rumbo a su vida.

 

«Mientras camina hacia el paradero del ómnibus se da cuenta de un detalle: que a veces basta tomar una determinación importante para que de nuestros ojos caiga el velo que tiende la rutina: sólo entonces vemos el verdadero rostro de las cosas

 

Sin embargo, ese rumbo todavía no tiene un trazado, sólo tiene claras dos cosas: as ganas de libertad que le invaden y el desprecio por el tipo de vida que había llevado hasta ese día:

 

«Por las estrechas calles del centro andaba arrollando a empleados que corrían hacia el ómnibus y los tranvías. Las oficinas seguían vaciándose. Época cenicienta de su vida. Conocida. ¿Adónde iba tanto hombre, tanta mujer, vestidos todos, cosa increíble, vestidos todos hasta con coquetería, afeitados o peinados, polvos y brillantina, raya del pantalón pasable, chompa lavada, así, por legiones, moléculas disparatadas, tristes de verdad, o más bien resignados, o tal vez aguantadores, hacedores de colas, buena gente que comía lentejas, fanáticos de Gary Cooper, con hijos, con problemas, con su pasado en pantalón corto, sus fotografías en la cartera, sus amores y espasmos terribles, su gripe, sus muebles a plazos?«

 

Así que se dedica a desparramar con el finiquito, sin reparar en gastos e invitaciones. Los gastos consisten básicamente en: bebida y mujeres, tanto para él como para sus colegotes.
Eso de puertas a fuera, pero de puertas a dentro ahí tiene a su madre que le prepara religiosamente la comida y se preocupa por él, por lo menos en esos momentos. Y su hermano, el artista, encerrado en su cuarto. Pero a lo largo de la novela esta situación se ve transformada. La vida es (o debería ser) por definición algo dinámico, y esto se refleja en la novela.

«Hubo una época en la cual también en su casa había una familia. Había u padre, una madre, unos hermanos, un orden, una jerarquía, unas ganas de reír, de bromear, un calor, un rumor, una complicidad, un perdón, un lenguaje cifrado. Casa sin luz ahora. Malayerba. Podredumbre en el césped, arañas en las cornisas y perros enterrados bajo los cipreses.«

Al margen de las idas y venidas de Ludo, sus amoríos con putas y sus borracheras con los colegas, está el análisis que va haciendo de la sociedad peruana de los años cincuenta. Y esto es de lo que más me ha gustado leer. Sobretodo porque me imaginaba a mis tíos, a mi madre, por aquella zona al cobijo de mis abuelos emigrantes. Mamá, ¿te suena Miraflores?. Mamá, ¿qué diferencia hay entre el pisco y el piscolabis?. Ese tipo de cosas. Mi abuelo tenía barcos de pesca y por lo que me han contado, daba trabajo a exconvictos y ese tipo de gente. De los que matan por el patrón. He aquí lo que opina este limeño sobre los barcos:

«Un barco peruano es la imagen de nuestro país. Podrido hasta las bodegas. Como ayudante de contador he visto medrar a todo el mundo. Yo mismo he robado. ¿Cómo se puede ser moral? En el Parque Salazar: vivimos entre estafadores, entre espadachines. Hay gente que me dice: tu padre es honrado. Mentira, es un cojudo. El tuyo también lo fue. Cómo se reirán de ellos sus patronos. Y para consolarnos dicen: qué hombres íntegros, qué honorabilidad. De regreso a la Bajada de los Baños: ¿en qué se diferencia un banquero de un gángster? ¿O un investigador de un ratero? La frontera es muy sinuosa. Esto lo sabe todo el mundo. Yo prefiero a los gángsters y los rateros. Son más puros, proceden con mayor franqueza: violan la ley, otros simplemente la dictan

El tema de las razas, de los estratos sociales y de la administración pública, aparecen frecuentemente a lo largo de la novela. En cuanto a las razas quiero destacar este fragmento que analiza lo que para Ludo es una sociedad sin rasgos fisionómicos propios, sino un batiburrillo de las diferentes razas que han ido ocupando Perú. Pero con la esperanza de que transcurridas unas cuantas generaciones consiga homogeneizarse.

«Ludo se vio de pronto en el segundo piso de la facultad de Derecho, bordeando las barandas que daban sobre el patio. Grupos rumorosos, la fuente acrobática, los jardines, los árboles y el sol. Y una población horrible, la limeña, la peruana en suma, pues allí había gente de todas las provincias. En vano buscó una expresión arrogante, inteligente o hermosa: cholos, zambos, injertos, cuarterones, mulatos, quinterones, albinos, pelirrojos, inmigrantes o blancoides, como él, choque de varias razas. Eran los rostros que había visto en el Estadio Nacional, en las procesiones. En suma, una raza que no había encontrado aún sus rasgos, un mestizaje a la deriva. Había narices que se habían equivocado de destino e ido a parar sobre bocas que no le correspondían. Y cabelleras que cubrían cráneos para los cuales no fueron aclimatadas. Era el desorden. Ludo mismo era fisionómicamente desordenado. Tal vez dentro de cuatro o cinco generaciones cada uno de sus rasgos encontraría su lugar, al cabo de ensayos disparatados. Por lo menos el indígena puro tenía una expresión, es decir, un estilo. Pero lo penoso era que el indígena trataba de de disimular su nobleza ignorada y la recubría con elementos prestados, el peinado del cholo, el traje del blanco, el andar del zambo, las maneras y los dichos de todos ellos y resultaba a la postre una constantinopla de gestos y encoltorios. ‘Es el humus de donde nacerá la flor’, se dijo Ludo, a manera de consuelo, pensando al mismo tiempo que ésa era una fórmula botánica y cursi, digna tan sólo de figurar en algún editorial de periódico. Y continuó su camino,evocando a ciertas mestizas mexicanas, a ciertas rosadas sajonas, que repetían hasta el infinito su hermoso sello facial al fin encontrado después de siglos de equivocaciones.«

Algo que los años 50 del Perú no tienen nada que envidiar al siglo XXI en España son las administraciones públicas. En concreto lo que correspondería a Hacienda. No es por nada, pero trato con ellos a diario y sólo puedo darle la razón a Ludo en todo lo que dice. Sobretodo en la última frase del siguiente fragmento. En serio, que esto siga funcionando así parece increíble.

«Pero ya Ludo estaba embrollado en otro caso: corría por los pasillos del ministerio de Hacienda tratando de evitar que un cliente pagara un impuesto abusivo. Este caso le familiarizó con el infierno de la burocracia y pudo por primera vez contemplar el rostro de la Administración: ujieres con el uniforme raído, empleados con lentes inclinados sobre enormes cuadernos, empleados con tirantes haciendo funcionar máquinas de sumar, empleadas viejas que sellaban papeles, pupitres, mostradores, calendarios, ficheros, más empleados recordándole que faltaba un timbre, que eran necesarias dos copias de tal documento, secretarias que le hacían señas de esperar mientras hablaban por teléfono, burócratas encallecidos que no le contestaban, subjefes con escarpines, anteojos por todo sitio, calvicies, camisas remangadas, mecanógrafos con visera, colas, mesas de partes, papeles, más papeles y en todo lugar, presente como Dios, pero visible, el lema del ministerio de Hacienda: ‘Pague y después reclame«.

Y así, de este tipo de verdades como puños, está plagado el libro. A parte de afianzarse en mi top ten de escritores atormentados, me ha acercado a la sociedad limeña de los 50 y me mola. Me reconforta. Añade más detalles a mis recuerdos imaginados, porque no son recuerdos dado que no estuve ahí, pero de tanto escuchar historias se van creando una sucesión de imágenes e impresiones que acabo adoptando como vivencias propias. Y me mola que otro les dé forma.

Total, que cuando me lea sus diarios voy a disfrutar como una niña. Vaya ganas que les tengo.

PD: Próxima actualización, Irvine Welsh.

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«Ludo continuó su marcha, pensando que a lo mejor se encontraba en uno de esos días plagados de indicios nefastos, cuando a nuestro paso se tiran puertas, se cierran las ventanas, se desvían rugiendo los automóviles, cruzan de calzada los animales y las mujeres, sin motivo aparente, dan media vuelta al vernos y se alejan mostrando sus espaldas

«tengo miedo de intimar con las personas, porque entonces les perdono todos sus defectos. Prefiero mantenerme distanciado, pues es la única manera de poder juzgarlas fríamente.»

«Esa noche comprendió Ludo la utilidad de los papeles. Todo el mundo debería tener algunos, que sancionaran su condición humana. De nada valía andar en dos pies, tener un nombre, pensar, hacer un uso inteligente de la palabra, si se carecía de un carné con un sello y una fotografía. La omisión de este requisito instauraba el desorden y el desorden debería ser castigado.»

«Qué corta es la estación del amor y frágil la alegría«

4 comentarios en «Los geniecillos dominicales / Julio Ramón Ribeyro»

  1. Katrina, ¿cuántos libros lees al mes, más o menos?
    ¿Los vas marcando según los lees?

  2. Hola Katrina!

    Ha sido muy interesante descubrir tu simpático blog. Muy buen análisis. Pero también ha sido una agradable sorpresa saber que te ha gustado tanto esta novela, que también es una de mis favoritas como su extraordinario autor. Te va encantar "La tentación del fracaso", te lo aseguro,
    Te agregué a mi lista de blogs, saludos!

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