Aurora Roja / Pío Baroja

La tercera y última parte de la trilogía «La lucha por la vida». Sublime final, complementaria a las dos novelas anteriores (La Busca y Mala Hierba)

El protagonista, Manuel, ya está asentado en lo que sería una vida de «adulto» y al margen de compadres como «El Bizco», «El Cojo» y demás mala-sangres. En Mala Hierba, gracias a la ayuda de Roberto (algo así como su ángel de la guarda) consiguió poner orden en su vida como un currito más, y en esta ocasión le toca tener su propia imprenta.
Aparece también Juan (hermano de Manuel) que, habiendo colgado los hábitos justo antes de ordenarse sacerdote decide ir a Madrid tras unos meses de aventuras por España y Francia. Juan, también picado por el artisteo, anduvo fisgoneando por esos ambientes para llegar a la misma conclusión que su hermano tiempo atrás, es decir: falsedad e intereses. Más arraigados a la materia que al espíritu.
De esta manera Juan empieza a meterse en rollos anarquistas del momento, con compañeros como «El Libertario», «El Madrileño», «Prats» (anarquista barcelonés que siempre anda contando batallitas de la ciudad condal) y otros. Así crean el colectivo «Aurora Roja», donde cada uno tiene su manera propia de ver la anarquía.

En este libro la máxima es la rivalidad entre socialistas y anarquistas, Manuel con tendencia a lo primero (¡maldito burgués que tiene una imprenta!) y Juan luchando por lo segundo.
Añadimos los intereses que aparecen siempre tras un movimiento de multitudes, en los que los más espabilaos aprovechan para sacarse unos cuartos (a costa de los pringaetes que se dejan llevar).

En fin, que sin mojarse y viendo lo bueno y lo malo de cada sitio, hace un retrato cojonudo de lo que serían los «radicales» de la época, y siempre sin caer en las generalizaciones.

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«Algunas casas, como los hombres, tienen fisonomía propia, y aquélla la tenía; su fachada era algo así como el rostro de un viejo alegre y remozado; los balcones con sus cortinillas blancas y sus macetas de geranios rojos y capuchinas verdes, debajo del alero torcido y prominente, parecían ojos vivarachos sombreados por el ala de un chambergo.»

«-Pero es muy desagradable -repuso Juan- eso de no poder ir a ningún lado sin que alguien trate de ofenderle a uno. En el fondo de esto -dijo después burlonamente- hay un espíritu provinciano. Recuerdo que en Londres, en uno de esos parques enormes que hay allá, por las tardes veía jugar a la raqueta a dos señores, uno gordo, bajito, con una gorrita en la cabeza, y el otro flaco, esquelético, con levita y sombrero de paja. Yo iba con un español y un inglés, y el español, como es natural, se las echaba de gracioso. Al ver aquel par de tipos, verdaderamente ridículos, que jugaban en medio de una porción de personas que les miraban muy serios, el español dijo: Esto no podría pasar en Madrid, porque se reirían de ellos y tendrían que dejar su juego.»

 

«Se encontraba Manuel en un estado de impresionabilidad extraño; la cosa más insignificante le producía un arrebato de cariño o de odio.»

 

 

«-En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo -gritó-, te bautizo y te doy el nombre de Curda I, rey de todas las Cogorzas, príncipe de la jumera, conde de la Tajada y señor de la Papalina

 

«Juan escuchaba y callaba; asentía unas veces, otras manifestaba sus dudas. Juan había tenido un gran desengaño al conocer a los artistas de cerca. En París, en Bruselas, había vivido aislado, soñando; en Madrid llegó a intimar con pintores y escultores, y se encontró asombrado de ver una gente mezquina e indelicada, una colección de intrigantuelos, llenos de ansias de cruces y de medallas, sin un asomo de nobleza, con todas las malas pasiones de los demás burgueses.«

 

 

«Hay trabajos que parece que despiertan el pensamiento, y uno de ellos es empujar una carretilla. Al cabo de algún tiempo no se nota si uno lleva el carretón, o si es el carretón el que le lleva a uno. Así en la vida, muchas veces, no se sabe si es uno el que empuja los acontecimientos o si son los acontecimientos los que le arrastran a uno.«

 

«-¿No eres socialista?
-¡Psch! -¿Anarquista quizá?
-Sí; me es más simpática la anarquía que el socialismo.
-¡Claro! Como es más simpático para un chico hacer novillos que ir a clase.
-¿Y cuál es la anarquía que tú defiendes?
-No; yo no defiendo ninguna.
-Haces bien; la anarquía para todos no es nada. Para uno, sí; es la libertad. ¿Y sabes cómo se consigue hacerse libre? Primero, ganando dinero; luego, pensando. El montón, la masa, nunca será nada. Cuando haya una oligarquía de hombres selectos, en que cada uno sea una conciencia, entre ellos la libre elección, la simpatía, lo regirá todo. La Ley sólo quedará para la canalla que no se haya emancipado.«

 

 

«-Yo no he estado nunca en el Congreso -replicó el Madrileño.
-Ni yo -añadió Prats.
-Yo sí -repuso el Libertario.
-¿Y qué? -le preguntaron.
-¿Vosotros habéis visto la jaula de monos del Retiro?…, pues una cosa parecida… Uno toca la campana, el otro come caramelos, el otro grita…
-¿Y el Senado?
-¡Ah! Esos son los viejos chimpancés… muy respetables.»

 

 

«Después de los Quijotes de la anarquía, de los filósofos nihilistas, de los sabios, de los sociólogos, de los anarquistas dinamiteros, venían los anarquistas editores, Sanchos Panzas del anarquismo, que vivían del dogma y explotaban a los compañeros con periodiquitos en donde se las echaban de importantes y de grandes moralistas.«

 

 

 

«Entre miles de anarquistas que habrá actualmente en el mundo, no llegarán a quinientos los que tengan una idea clara y completa de la doctrina. Los demás son anarquistas, como hace treinta años eran federales, como antes progresistas, y como en épocas pasadas, monárquicos fervientes. Podrá ser un sociólogo anarquista por un espejismo científico; pero el obrero lo será porque, actualmente, es el partido de los desesperados y de los hambrientos. El obrero se contagia con el sentimiento anarquista que hay en el ambiente; el sabio, no; toma la idea, la estudia como una máquina, ve sus tornillos, observa su funcionamiento, señala sus imperfecciones y luego va a otra cosa; el obrero, por el contrario, no tiene términos de comparación, se agarra a las ideas como a un clavo ardiendo; ve que el anarquismo es el coco de la burguesía, un partido execrado por los poderosos, y dice:¡Ése es el mío!«

 

«La humanidad lleva su marcha, que es la resultante de todas las fuerzas que actúan y que han actuado sobre ella. Modificar su trayectoria es una locura. No hay hombre, por grande que sea, que pueda hacerlo. Ahora sí, hay un medio de influir en la humanidad, y es influir en uno mismo, modificarse a sí mismo, crearse de nuevo. Para eso no se necesitan bombas, ni dinamita, ni pólvoras, ni decretos, ni nada. ¿Quieres destruirlo todo? Destrúyelo dentro de ti mismo. La sociedad no existe, el orden no existe, la autoridad no existe. Obedeces la ley al pie de la letra y te burlas de ella. ¿Quieres más nihilismo? El derecho de uno llega hasta donde llega la fuerza de su brazo. Después de esta poda, vives entre los hombres sin meterte con nadie.»

 

«Esto es la sociedad española, este desfile de cosas muertas ante la indiferencia de un pueblo de eunucos.«

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