No hay de qué preocuparse (preocuparme) no me he cansado ya de esto, es que llevo varios días con este tochazo de Murakami (903 páginas ni más ni menos). Ya había tenido la dicha de disfrutar de Murakami en ocasiones anteriores con Tokio Blues, After Dark, La chica del cumpleaños o el también extenso Kafka en la orilla (que me encantó con sus setecientas y pico páginas) pero de eso hace ya más de una década. Desde entonces no habíamos vuelto a cruzarnos.
Hace poco me lo prestó una amiga (a la que últimamente de forma regular le dejo libros) bajo la premisa de ser uno de sus libros preferidos, si no el preferido. Me lo mostró con cierto miedo por el tamaño, pero entre que me apetecía volver a leer a Murakami y que una es una valiente (y que si no me gusta un libro, lo dejo, no entiendo lo de sufrir por sufrir) acepté el préstamo. No me arrepiento de haber conocido al pájaro-que-da-cuerda.
De pie bajo el cobertizo, miré hacia nuestro pequeño jardín bañado por los rayos de un sol de principios de verano. No era un jardín cuya contemplación sosegara el espíritu. La tierra donde sólo tocaba el sol una pequeña parte del día se veía siempre húmeda y oscura y, aunque había plantas, sólo teníamos en un rincón dos o tres hortensias de aspecto poco imponente. Además, la hortensia es una flor que no me gusta demasiado. Desde una arboleda cercana llegaba el chirrido regular de un pájaro, un ric-ric, como si estuviera dándole cuerda a algún mecanismo. Nosotros hablábamos de él como del pájaro-que-da-cuerda. Fue Kumiko quien lo llamó así. No sé cuál es su auténtico nombre. Tampoco sé cómo es. Pero, se llame como se llame, sea como sea, el pájaro-que-da-cuerda viene cada día a la arboleda que hay cerca de casa y le da cuerda a nuestro apacible y pequeño mundo…
Como ocurre muchas veces con los buenos tochos (véase, Los detectives salvajes, de Bolaño) no es una novela lineal, es más bien una especie de árbol lleno de ramificaciones pero que, al final, conforma todo un mismo ente que se te va revelando poco a poco.
El protagonista, Tooru Oakada, sobre el que gira toda la trama, se nos presenta como un peón de un juego que abarca mucho más tiempo y espacio del que puede imaginarse.
Hacía poco que estaba en paro y aquella vida me parecía más bien refrescante. No tenía que ir a la oficina en trenes atestados de gente, no estaba obligado a ver a personas a quienes no me apetecía ver. Y lo más maravilloso de todo: podía leer los libros que deseaba y cuando lo deseaba. No sabía hasta cuándo continuaría con este tipo de vida. Pero a la semana de llevar esta existencia relajada pensaba que, de momento, me gustaría seguir así y me esforzaba en no pensar en el futuro. Era una especie de paréntesis en mi vida. Algún día terminaría. Mientras continuara, ¿por qué no disfrutarlo?
Y hacía bien en disfrutar su ocio. A nuestro treintañero -un hombre de lo más normal del mundo, casi excesivamente normal- que vive con su joven esposa, sin hijos y con un gato, le empiezan a ocurrir cosas extrañas. Cosas que no entiende pero que, poco a poco, intuye que tienen relación entre sí y además tiene que haber un porqué le ocurren a él .
Mi vida estaba enfilando derroteros extraños, sin duda. El gato se me había escapado. Había recibido una llamada absurda de una mujer estrafalaria. Había conocido a una chica extraña y había entrado dentro de una casa abandonada del callejón. (…spoiler….) Mi mujer me había dicho que no hacía falta que trabajara.
El párrafo anterior describe algunas de las primeras intrigas que se le plantean al señor, pero he obviado algunas que, aunque se revelan al principio del libro, sorprenden lo bastante como para no querer destrozaros la sorpresa. Porque el libro es eso: intriga-sorpresa-intriga-sorpresa / historia paralela / intriga-sorpresa-intriga-sorpresa.
El protagonista me ha encantado. Su forma de actuar y de plantearse la vida es sumamente simple, de alguien a quien no le gusta complicarse. Sin embargo, sus pensamientos y reflexiones, en muchos casos se asemejan más a las de un filósofo que busca la realidad de la existencia que a las de un tipo absolutamente normal.
Ejemplo de ello es el dominio de la ataraxia, como si fuera un estoico de la antigua grecia. He de decir, que la facultad que describe a continuación, desde mi punto de vista, es algo indispensable para poder llevar una vida lo más feliz posible.
Tengo la facultad de saber discernir entre mi territorio y el ajeno. (Creo que puede llamarse facultad. La razón, y no es una mera presunción, es que no resulta nada fácil hacerlo.) En resumen, cuando me siento molesto por algo y me enfado o exaspero, traslado el objeto de mi desagrado a un territorio ajeno que no tiene ninguna relación personal conmigo. Luego pienso así: «Bien, ahora me siento molesto, estoy enfadado y exasperado. Pero la causa de ello la he aislado en otro territorio, ya no está aquí. Más tarde podré analizar las cosas tranquilamente y tomar una determinación, ¿verdad?». Y así congelo por un tiempo mis sentimientos. Después, cuando los retomo para proceder con calma a su análisis, a veces descubro mi ánimo todavía exaltado. Pero estas ocasiones son raras. Pasado el debido tiempo, la mayoría de las cosas pierden su virulencia y se vuelven inofensivas. Y luego, antes o después, las olvido.
Pero nuestro protagonista no es el único personaje que analiza la realidad (o las realidades) que lo envuelve. De la mano de los misterios que esconde la novela, otros personajes (reales, imaginados o para-reales) cuentan historias, arrojan conclusiones y dejan abiertas preguntas que remueven el fuero interno del protagonista y del lector.
Tenga cuidado, señor Okada. No es nada fácil conocer el estado en que uno se encuentra. Por ejemplo, uno no puede mirarse directamente a la cara con sus propios ojos. Sólo podemos mirar la imagen que nos devuelve el espejo. Y nosotros nos limitamos a creer, de manera empírica, que la imagen reflejada en el espejo es la real.
Esto, al señor Oakada, lo que le provoca es curiosidad y querer seguir desenmarañando todos esos hilos argumentales en los que se ha visto envuelto como la presa de una araña.
Parece que la valentía y la curiosidad actúen juntas. A veces, la curiosidad puede despertar el coraje o avivarlo. Pero, en la mayoría de los casos, la curiosidad enseguida se desvanece. La valentía tiene que recorrer un camino mucho más largo. La curiosidad es igual que un amigo simpático en quien no puedes confiar. Te instiga y, cuando le parece, se va. Y entonces tú solo tienes que tirar adelante haciendo acopio de coraje.
Y al lector, de forma idéntica, le provoca querer seguir avanzando capítulos para saber en qué va a terminar todo esto. El lector juega con ventaja, sabe que hay un fin, una página a partir de la cual ya solo encontrará vacío.
No quiero desvelar mucho de la trama, uno de los puntos fuertes del libro, pero sí que quiero dejar plasmados algunos párrafos con reflexiones de distintos personajes sobre esos temas universales que no pueden faltar en una novela de las que se escriben con mayúsculas. Ya sabéis: el paso del tiempo, el amor (y el odio), la vida (y la muerte), el arte, etc.
Si el hombre viviera eternamente, sin desaparecer, sin envejecer, si pudiera vivir una juventud perpetua en este mundo, ¿crees que se rompería la cabeza, como hacemos nosotros, pensando en esto y aquello? Es decir, nosotros pensamos, más o menos, en muchas cosas, ¿no? Filosofia, psicología, lógica, religión o literatura. ¿Crees que si no existiera la muerte surgirían todos esos pensamientos, esos conceptos tan complicados en la superficie de la tierra?
El odio es una sombra negra y alargada. En muchos casos, ni siquiera quien lo siente sabe de dónde le viene. Es un arma de doble filo. Al tiempo que herimos al contrincante, nos herimos a nosotros mismos. Cuanto más grave es la herida que le infligimos, más grave es la nuestra. Puede llegar a ser fatal. Pero no es fácil librarse de él. Usted también debe tener cuidado, señor Okada. El odio es muy peligroso. Y, una vez ha arraigado en nuestro corazón, extirparlo es una tarea titánica.
En fin, que puedo decir que me ha gustado mucho el reencuentro con Murakami y sus realidades paralelas. Si alguno leéis (o habéis leído) el libro, no os sorpendáis cuando -sin daros cuenta- os estéis tocando la mejilla derecha. A mí también me ha pasado.
Nota final: no hay duda de que el jurado del premio Nobel está mucho más capacitado que yo para decidir a quién dárselo y a quién no, pero en serio, ¿Bob Dylan antes que Haruki Murakami para el Nobel de Literatura? IROS A CAGAR.
Saludos a Agencia Tributaria:
«Así es, los empleados de la oficina de impuestos hacen su trabajo, pero ellos no tienen el menor deseo de escaldarse innecesariamente. Pues claro que lo que deben hacer es recaudar cierta cantidad de dinero, pero para ellos resulta mucho más cómodo hacerlo en los lugares fáciles que en los dificiles, ¿no le parece? Mientras el resultado sea el mismo, tanto les da cobrarles a unos que a otros. Sobre todo si alguien de arriba les indica con amabilidad: «Miren, será más fácil cobrarle a aquél que a éste», y, claro, una persona normal iría entonces a cobrarle al más fácil, ¿no es así?»